Siempre estuvo sobre un cementerio, sobre el hades helado, nada importe que le lavaran el nombre para volvérselo a vestir.
Desde el año nuevo de 1913 donde bailan las máscaras que hicieron Petesburgo, esperas. Un sueño entre la estela de una realidad que presagia su propio origen, entre la frivolidad de un baile, de una música, y todos los silencios. Aquellas paredes tapizadas de espejo en medio de un desierto helado, espectros de la alegría que está por venir mientras el futuro acecha, casi amenaza. Una casa, una sala blanca, sombras que surgen del movimiento de la que baila, quizá por amor, al compás de la muerte de Pretrushka y su insistente obsesión. Quién quieres que llame a tu puerta; a quién esperas encerrada en Confusión o Colombina.
Fuera todo muere. Aunque nadie lo sabe, empieza el nuevo siglo sin una palabra que pueda vencer al destino. Apenas una vibración bajo la ciudad recoge la voz de los que fueron y anuncia todos los que están por venir a dormir allí para siempre. Se despide el amante.
Años después de aquel ensueño todo era encierro y hambre. Los caminos sepultados bajo la nieve, las huellas enterradas de aquellos que soñaban con huir y sólo podían dibujar una y otra vez la ciudad.
Anna, por qué miras hacia atrás y sólo ves extraños, por qué te acompañan esos espectros, quiénes son tus amigos. Todos esos velos que pones, me han herido igual, y no sé por qué.
Qué haces Anna mientras colocas esos puntos uno detrás de otro. Qué hay detrás de esos huecos que tanto dicen porque callan. Son los pasos que tendrás que dar para atravesar Volkov sin responder; fragmentada por el tiempo como se fragmenta el hielo del río Neva con la esperanza del deshielo. Palabras donde siempre viven los que ya nunca están. Anna, ¿a dónde vas?